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Cuál es nuestra predisposición frente a los retos, cómo afrontamos los problemas que nos surgen a diario o cómo tratamos de superarnos; todo ello viene determinado por la educación recibida, los patrones de conducta que nos han transmitido desde la familia, la escuela, la sociedad…Así, es común que siguiendo los patrones que nos han inculcado, desarrollemos conductas ligadas a la competición, tratando de ser mejores que los demás.

Esta visión de la competición justifica prácticas sociales, culturales y económicas generadoras de desigualdad. No existe nada que se pueda aprender compitiendo que no se pueda aprender cooperando, y esto es más divertido para más gente.

El tipo de emociones, ideas, actitudes y conductas que promueven el ‘competir’ y el ‘cooperar’ son diametralmente opuestas. La solidaridad, la equidad, la justicia, la satisfacción de las necesidades de todas las personas en el grupo, el conocimiento mutuo, la afectividad; son valores y conductas asociadas a la cooperación. La cooperación mejora la autoestima, la capacidad de comprensión y el respeto mutuo, desarrolla las habilidades de enseñanza, aumenta la cohesión social y reduce el riesgo al fracaso, también acelera el desarrollo intelectual al poner en contraste distintos puntos de vista.

A cooperar se aprende. Todas las personas están más felices cuando ganan que cuando pierden. Estos dos elementos son la principal motivación para crear las condiciones que permitan que las conductas cooperativas empiecen a proliferar, por encima de las competitivas.

Es ahí donde la Economía social y solidaria trata de entrar en acción, apostando por estos valores, fomentando la cooperación, desarrollando el apoyo mutuo, tejiendo redes, en definitiva poniendo al ser humano al servicio de la economía, y demostrando con los valores de la Economía social y solidaria se puede llegar al punto de equilibrio donde todos ganemos.